PRINCIPIOS BÍBLICOS PARA PREDICADORES.
Con
el auge de diversas instituciones humanas, las cuales tienen la finalidad de capacitar
a individuos para convertirlos en predicadores del evangelio, cada vez se ven
más y más predicadores que, conociendo las diversas técnicas para la elaboración
de un sermón, así como para su exposición, les es necesario aprender también
diversos principios espirituales que todo predicador debe conocer y poner en
práctica. Estos principios, desde luego, los enseña la Biblia.
PRINCIPIO # 1
PREDICAR EN EL PODER DEL ESPÍRITU
SANTO
Hablando Jesús de su ministerio, dijo, “El Espíritu del
Señor es sobre mí, por cuanto me ha ungido para predicar” (Lucas 4:18/BJ2000).
Es importante notar que Jesús no fue a predicar confiando en su propia habilidad,
sino en el ungimiento del Espíritu Santo. Por eso, cuando envió a sus apóstoles
a predicar, les dio esta promesa, diciendo, “pero recibiréis poder, cuando
haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos
1:8). El predicador del evangelio no debe poner su confianza en la retórica, ni
tampoco en su propia inteligencia o sabiduría, ni aún en el poder de las
palabras, sino en la unción. Desde tiempos primitivos, la unción fue usada en
el contexto del pueblo de Dios, para indicar una comisión autorizada por Dios (cfr.
Éxodo 28:41; 1 Samuel 1:16; 10:1; Isaías 61:1). Hoy en día, aunque la unción no
es experimentada por nosotros como la experimentaron los hermanos en el primer
siglo, sí podemos gozar de los beneficios y las responsabilidades que están implicados
en ella. El efecto de la unción era el de conocer “todas las cosas” (1
Juan 2:27). Hoy en día, tenemos en las Escrituras todo el conocimiento
necesario para estar total y plenamente capacitados para toda
buena otra (cfr. 2 Timoteo 3:16-17). No obstante, es indispensable que, como
predicadores del evangelio, conformemos nuestras vidas a ellas, de tal suerte,
que nuestra conducta y predicación, se ajuste a dicho conocimiento (cfr. 1
Timoteo 4:16). Predicar en el poder del Espíritu Santo, entonces, no es otra
cosa sino fundamentar nuestra predicación con las Escrituras, y vivir un estilo
de vida que sea congruente con ellas. ¿Qué sucede cuando no tomamos en serio este
principio bíblico? Bueno, cuando el predicador “enseña otra cosa, y no se
conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que
es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe, y delira acerca de
cuestiones y contiendas de palabras, de las cuales nacen envidias, pleitos,
blasfemias, malas sospechas, disputas necias de hombres corruptos de
entendimiento y privados de la verdad, que toman la piedad como fuente de
ganancia” (1 Timoteo 6:3-5). Si usted, como predicador, no quiere tropezar
en estas cosas, es importante que predique en el poder del Espíritu Santo.
Cuando los apóstoles y evangelistas del primer siglo, predicaban
en el poder del Espíritu Santo, era algo que era evidente. Dice Hechos 4:13, “Entonces
viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y
del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús”.
El poder de estos predicadores no consistía en tener ciertos grados de educación
secular, ¡y ni siquiera religiosa! No eran hombres con credenciales para
presumir y dar un poco de autoridad a su discurso. No eran hombres que tuviesen
que adornar su predicación con “lenguajes originales”, o con tecnicismos de
alguna naturaleza. No eran hombres con influencia mundana, ni influyentes en su
sociedad. Más bien, lo que era evidente, era el denuedo con el que enseñaban,
haciendo esto manifiesto que habían estado con Jesús. Este poder en su
predicación tenía los dos fundamentos que antes hemos indicado. La sujeción de
ellos a la voluntad de Dios, tanto en sus propias vidas, como en su mensaje, les
daba la bendición de estar predicando en el poder del Espíritu Santo.
Incluso cuando el resto de hermanos quiso cumplir con la
misión de ir a predicar la palabra del Señor, pidieron a Dios por eso mismo.
Dice Hechos 4:29, “Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus
siervos que con todo denuedo hablen tu palabra”. ¿Y qué sucedió? El
contexto dice que “todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con
denuedo la palabra de Dios” (v. 31). ¿Lo ve? El mismo efecto. Cuando el
cristiano es lleno del Espíritu Santo, es decir, cuando rinde total y
plenamente su voluntad a la voluntad del Señor, entonces predica con denudo la
palabra del Señor. No obstante, ¿cuántos son los santos, sean evangelistas o no,
que ruegan al Señor por esto? En las reuniones de las iglesias se hacen
peticiones de oración, pero normalmente se pide por la salud, por la comida, por
el trabajo, por el dinero, por diversas necesidades, pero, ¿cuándo será el día
que como iglesia levantemos la voz a Dios y roguemos que el Señor nos conceda
el denuedo necesario para llevar su palabra? Mientras el cristiano tenga otras
prioridades en su corazón, antes que buscar el reino de Dios y hacer la obra
del Señor, el denuedo jamás será posible. En las iglesias seguiremos viendo que
uno, o algunos sean quienes quieran predicar la palabra del Señor, mientras el
resto solamente se limite a cantar, ofrendar y, a veces, hasta ser causa de tropiezo
o problemas para el resto.
Si volvemos nuestros ojos a la Palabra de Dios, vamos a ver
el mismo patrón. Dice Hechos 13:46, “Pablo y Bernabé, hablando con denuedo”;
“se detuvieron allí mucho tiempo, hablando con denuedo” (14:3); “Y
entrando Pablo en la sinagoga, habló con denuedo por espacio de tres meses”
(19:8); “tuvimos denuedo en nuestro Dios para anunciaros el evangelio de
Dios en medio de gran oposición” (1 Tesalonicense 2:2).
¿Predica usted en el poder del Espíritu Santo?
Si no es así, le exhorto a que, a partir de hoy, deje de confiar en su propia
justicia, deje de confiar en su propia sabiduría, o en la filosofía, o en la
lógica, o en la retórica, o en la educación. Deje de ser motivado por aplausos,
por felicitaciones, por promoverse a sí mismo, o por querer ganar cierto lugar
entre la hermandad. Es tiempo de que confíe en las Escrituras plenamente,
viviendo conforme a ellas, y teniéndolas como máxima autoridad para todo asunto
espiritual.
Lorenzo Luévano Salas.
Julio, 2020.
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